VEINTE AÑOS

24 de octubre de 2016

Plata mojada.

   A ella le escribía de vez en cuando. Para verla tenía que viajar cientos de kilómetros y era absurdo porque no tenía un peso, ni tampoco un medio de transporte. No era cosa fácil. Agradecí no estar en un estado de locura como para abandonar todo e irme con ella sin estar seguro de cómo poder sobrevivir después. La ausencia de su presencia física era algo que yo todavía podía soportar, pero no reemplazarlo con la de otra persona. Eso hacía que yo siguiera en contacto con ella. Su cuerpo era irreemplazable más allá de toda la lógica que el mundo tuviera.
   
   Mis primeros días de trabajo fueron buenos. Salir, pedalear hasta allá y llegar temprano me daba tiempo para sentarme tranquilamente, sacar un libro y leer a Miller, Salinger o Céline. Todo era agradable hasta que comenzó a llover y ella dejó de contestar mis mensajes.
   
   No tenía plata casi ni para comer, pero no me preocupaba tanto. Había conseguido trabajo y en algún momento, a mitad de mes, pediría un adelanto. El transporte público para mí, en ese  entonces, era un lujo. La bicicleta que heredé de mi padre y que gracias a él pude poner a punto, recordando todas sus explicaciones cuando yo me paraba a su lado y observaba como arreglaba cada parte, fue mi salvación aquellos días infernales de abril. La habitación que pagaba y usaba para dormir quedaba a más de quince kilómetros de mi lugar de trabajo, pero eso no era demasiado problema. Me sentía vigoroso y con mucha fuerza de voluntad en un principio, pero el cansancio físico se hizo muy notable solo a los cuatro días de hacer la misma rutina. Y por supuesto, había llegado la lluvia. Para agregar algo de desgracia a mi situación, me estaban por dejar en la calle porque ya me pedían el pago del alquiler. Hacia menos de una semana que tenía mi nuevo trabajo y todavía no tenía el coraje suficiente como para pedir un adelanto. Algo dentro de mi cabeza me decía que prefería quedarme en la calle antes que quedar expuesto en frente de todos como un pobre diablo. La situación todavía no era demasiado extrema. Creía que podía aguantar y seguir tirando para mantener mi dignidad en pie un tiempo más.
   
   Esperaba su mensaje mientras los ojos se me desviaban de las hojas de mi libro y terminaban en la figura de alguna mujer que pasaba por ahí, delante de mío. De repente mi teléfono vibraba y era ella. La vida era hermosa en esos primeros días, hasta que llegaron las nubes. Como si fueran las mejillas de Dios que hacían a su vez de cascadas, sus lágrimas comenzaron a caer muy lentamente. Una fina llovizna que se fue alternando con unas fuertes lluvias, no paró durante una semana entera. Mi falta de dinero, de ropa, y de una campera impermeable para poder cubrirme del agua y llegar seco a mi trabajo, hizo que de a poco fuera cayendo enfermo. El cansancio que me producía pedalear ahora era mayor, y mi desempeño laboral bajó notablemente. Estaba débil y con miedo a que mi estado se denotara, y entonces, lo peor, que me echaran.    
   
   Caí en un estado en el que creí que no iba a salir nunca. Creí que nunca iba a dejar de llover. Creí que siempre iba a estar cansado y que en algún momento todo se iba a descarrilar. Creía que cuando todo se desmoronara, estaría perdido y, además, sin su mensaje de contestación. Jamás me contestaría porque, de alguna forma, había descubierto el pobre infeliz que yo era. Creía que todo este conjunto de cosas que me ponían tan mal iba a volverse una rutina constante e insufrible.
   
   Recordé todo esto la noche en que volvía pedaleando a toda velocidad por una avenida, camino de vuelta a mi casa. Ni si quiera estaba contento por haber cobrado finalmente el primer sueldo. Tenía una mezcla de ansiedad y enojo. Mi celular no vibraba porque yo había escrito alguna estupidez hacia cinco días atrás y no podía olvidarlo. Ella no daba rastros de vida, o mejor dicho, rastros de interés sobre mí. No podía viajar, no podía ir a verla. No tenía tiempo. Y ella no me contestaba. Y me hacía sentir que, esa cualquier cosa que yo le hubiese puesto, estaba sumamente mal. Y me convencía a mí mismo de una manera muy objetiva en que aquello era una completa estupidez que no merecía respuesta alguna. Comencé a temblar, realmente, y a gruñir de la bronca. Aceleré el pedaleo. El impulso de mis piernas era cada vez más frenético. Mi bicicleta zumbaba a cada metro y parecía a punto de desarmarse. El viento me pegaba y pasé volando un semáforo en rojo. Entonces entré en una cuadra dónde me encontraba completamente solo. Todo era silencio y la llovizna se volvió increíblemente fina, casi imperceptible. Quedé cegado por esta calma y de repente, sin dejar de pedalear a toda velocidad, fruncí el cejo y mi rostro quedó petrificado en un semblante totalmente serio. Mis ojos se clavaron al frente, en la misma nada, y el entorno comenzó a ponerse borroso. Todo fue achicándose de a poco, perdiendo su enfoque. Me sentía raro, tranquilo, sin vida. El viento se volvió parte de mí y dejé de sentirlo. Todo estaba desapareciendo cuando de repente algo me dió un empujón. Salí despedido de mi bicicleta y volé por los aires. En el mismo aire no tuve tiempo de asimilar la situación cuando caí de súbito con la cabeza en el suelo y perdí el conocimiento. El sobre con mis billetes quedó asomándose por mi bolsillo, donde las gotas de lluvia comenzaron a humedecerlos. Mi celular salió volando y aterrizó en el asfalto, salvándose milagrosamente de desarmarse por completo.
   
   Sólo pasan unos pocos segundos cuando mi teléfono se pone a vibrar, y un mensaje de ella, que es muchísimo peor que nada, aparece en la pantalla:

   “Jaj, que pajero.”                

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