Estaban jugando a la pelota, y todavía no sabían nada sobre
el amor. Marco era el mejor de los peores y, estuviese en el equipo en que
estuviese, siempre era un baile. La cancha era una cosa chiquita de cemento, en
el patio de la escuela. Solo en esa parte la pelota giraba bien. Uno de los
arcos se marcaba solo. Había una reja que separaba las inmediaciones del jardín
de infantes con el patio, y dos barrotes que sobresalían hacían de los
palos. El otro arco se marcaba con unas líneas rectas que justo había en el
suelo, pero, como no quedaban iguales al otro arco, se terminaban marcando
correctamente con un buzo o una mochila tirados en el piso.
Marco la tenía y la
pisaba. Nacho se la pasaba siempre a él para ver con qué se salía. Era fanático
de su habilidad para sorprender y no tenía vergüenza alguna de que todo el
mundo lo sepa. Marco, con la pelota debajo del pie derecho, la hizo correr
hacia la izquierda pero de repente salió para el otro lado, dejando pagando al
que lo marcaba. Ya en carrera y a mitad de cancha, apareció otro contrincante.
Lo encaró por la izquierda y vió como las piernas del defensor se abrían
deliberadamente para trabarle el paso. Marco amagó con abrirse aún más hacia la
izquierda, pero de repente cambio de dirección y enganchó para la derecha.
Obligado por el cuerpo de su contrincante, frenó y pisó la pelota con el pie
derecho, tirándola para atrás. Entonces dio un giro de trescientos sesenta
grados sobre sí mismo, pisando la pelota con su pié menos hábil y haciéndola
avanzar para adelante. La pelota pasó libre por entremedio de las piernas
del defensor. Una exclamación de ovación, salida seguramente de
la boca de Nacho, explotó en el aire. Marco pasa y acomoda su cuerpo perfilándolo
para darle a la pelota con la derecha. Su pierna más hábil. Ahora son él, la pelota, y el
arquero. Sin dudarlo un segundo más, le pega con la parte inferior del pie, pero sin llegar
a darle el efecto suficiente. El arquero se arrastra por el cemento, sus dedos
desnudos apenas rozan la pelota de plástico y ésta choca con fuerza en el palo de
hierro, rebota y se va para afuera.
Marco es el peor.
Se agarra la cabeza y se ríe. Lo mira a Nacho que le dice algo sobre la jugada
que acaba de hacer, pero no lo alcanza a escuchar bien porque el partido
continúa, inmediatamente. Frenético.
Riano intenta
cortar jugadas pero es el peor entre los peores. Esfuerza sus piernas de más
sabiendo que al otro día le van a doler y se va a preguntar para qué valió todo el
esfuerzo. Pero está harto de perder si no está en el mismo equipo que Marco.
Gol tras gol, no se deja de dar por vencido. Sigue jugando como si el partido
estuviera cero a cero. Con Marco siempre es un robo y siempre lo va a ser. En
esa misma cancha, con esos mismos jugadores y para toda la vida.
En una jugada cortada a Riano le meten un codazo, o recibe un pelotazo en la cara, o cualquier
cosa que impacte en su nariz, da igual. Ésta comienza a sangrar y el partido se
detiene un momento. Ya es habitual que la nariz de Riano sangre fácil. Todo el
mundo lo sabe. Él agarra y antes de que alguna gota caiga al suelo, corre,
levantando la cabeza, hacia el arco de los contrarios y escupe toda la sangre sobre la red de cemento. Marco se acerca riéndose y se pone a hablar con Riano, que
se limpia la nariz con la manga del buzo. Hablan sobre el partido, sobre la sangre,
sobre hacerse ver.
Entonces Riano, con un
tono de confesión y bajando la voz, le dice a Marco “No le digas a
nadie, pero a veces me duele el corazón.” Y con la mano derecha, se toca el
pecho, suavemente, sin orgullo alguno, ahí en la parte izquierda, donde el
músculo de su corazón late y bombea sangre. Marco lo mira, pero nada. No dice nada. Prefiere qudarse callado.
Cuando la nariz de Riano ya no sangra más, el partido se reanuda y, con
algunos goles habituales de Marco, se termina. Y todo sigue igual que
siempre.
Estaban cortando la carne, y todavía no sabían nada sobre la madera. Marco era el mejor de los peores y, estuviese en la carnicería en que estuviese, siempre era un enchastre. La carnicería era una cosa chiquita de azulejos, en el patio del bar. Solo en esa parte la cuchilla cortaba bien. Una de las tablas se marcaba sola. Había una reja que separaba las inmediaciones de la vereda con el patio, y dos barrotes que sobresalían hacían de puerta. La otra puerta se marcaba con unas líneas rectas que justo había en el suelo, pero, como no quedaban iguales a la otra puerta, se terminaban marcando correctamente con un buzo o una mochila tirados en el piso.
ResponderEliminarMarco la tenía y cortaba. Nacho se la pasaba siempre a él para ver con qué se salía. Era fanático de su habilidad para sorprender y no tenía vergüenza alguna de que todo el mundo lo sepa. Marco, con la cuchilla debajo del pie derecho, la hizo correr hacia la izquierda, pero de repente salió para el otro lado, dejando pagando al que lo tratase de seguir con la vista. Ya en carrera y a mitad del corte, apareció otro contrincante. Lo encaró por la izquierda y vio como las piernas del carnicero hostil se abrían deliberadamente para trabarle el corte. Marco amagó con abrirse aún más hacia la izquierda, pero de repente cambio de dirección y cortó para la derecha. Obligado por el cuerpo de su contrincante, frenó y pisó la cuchilla con el pie derecho, tirándola para atrás. Entonces dio un giro de trescientos sesenta grados sobre sí mismo, pisando el cuchillo con su pie menos hábil y haciéndolo cortar para adelante. El cuchillo pasó libre por entremedio de las piernas del rival. Una exclamación de ovación, salida seguramente de la boca de Nacho, explotó en el aire. Marco pasa y acomoda su cuerpo perfilándolo para darle a la carne con la derecha. Su pierna más hábil. Ahora son él, el cuchillo, y el matambre. Sin dudarlo un segundo más, lo corta usando la parte inferior del pie, pero sin llegar a darle el efecto suficiente. El otro carnicero se arrastra por los azulejos, sus dedos desnudos apenas rozan la cuchilla de madera y ésta choca con fuerza en el palo de hierro, rebota y se va para la vereda.
Marco es el peor. Se agarra la cabeza y se ríe. Lo mira a Nacho que le dice algo sobre el corte que acaba de hacer, pero no lo alcanza a escuchar bien porque la competencia continúa, inmediatamente. Frenético.
Riano intenta cortar más matambres, pero es el peor entre los peores. Esfuerza sus piernas de más sabiendo que al otro día le van a doler y se va a preguntar para qué valió todo el esfuerzo. Pero está harto de perder si no está en el mismo equipo que Marco. Corte tras corte, no se deja de dar por vencido. Sigue cortando como si la competencia estuviera cero a cero. Con Marco siempre es un robo y siempre lo va a ser. En esa misma carnicería, con esos mismos carniceros y para toda la vida.
En una maniobra frustrada a Riano le meten un cuchillazo, o recibe un golpe con el mango en la cara, o cualquier cosa que impacte en su nariz, da igual. Ésta comienza a largar aserrín y la competencia se detiene un momento. Ya es habitual que la nariz de Riano aserríe fácil. Todo el mundo lo sabe. Él agarra y antes de que alguna mota caiga al suelo, corre, levantando la cabeza, hacia la puerta de los contrarios y escupe todo el aserrín sobre la red de azulejos. Marco se acerca riéndose y se pone a hablar con Riano, que se limpia la nariz con la manga de la bata. Hablan sobre cortes de carne, sobre el aserrín, sobre hacerse ver.
Entonces Riano, con un tono de confesión y bajando la voz, le dice a Marco “No le digas a nadie, pero en casa de carnicero, cuchillo de palo.” Y con la mano derecha, se toca el pecho, suavemente, sin orgullo alguno, ahí en la parte izquierda, donde el músculo de su corazón late y bombea aserrín. Marco lo mira, pero nada. No dice nada. Prefiere quedarse callado.
Cuando la nariz de Riano ya no aserriéa más, la competencia se reanuda y, con algunos cortes habituales de Marco, se termina. Y todo sigue igual que siempre.